Había una vez un murciélago para quien salir a cazar insectos era un esfuerzo terrible. Era tan comodón, que cuando un día por casualidad vio un pájaro en su jaula a través de una ventana, y vio que tenía agua y comida sin tener que hacer ningún esfuerzo, decidió que él también se convirtiría en la mascota de un niño.

El murciélago fue feliz a su jaula, dentro de una casa cómoda y calentita, donde se sintió el rey de todos los murciélagos, y el más listo. Pero aquella sensación duró tanto como su hambre, pues cuando quiso comer algo, allí no había ni mosquitos ni insectos, sino abundante alpiste y otros cereales por los que el muerciélago sentía el mayor de los ascos. Tanto, que estaba decidido a morir de hambre antes que probar aquella comida de pájaros. Pero su nuevo dueño, al notar que comenzaba a adelgazar, decidió que no iba a dejar morir de hambre a su pajarito, y con una jeringuilla y una cuchara, consiguió que el aquel fuera el primer murciélago en darse un atracón de alpiste...
Algunos días después, el murcipájaro consiguió escapar de aquella jaula y volver a casa. Estaba tan avergonzado que no contó a nadie lo que le había ocurrido, pero no pudo evitar que todos comentaran lo mucho que se esforzaba ahora cuando salía de caza, y lo duro y resistente que se había vuelto, sin que desde entonces volvieran a preocuparle las molestias o incomodidades de la vida en libertad.